jueves, 25 de noviembre de 2010

Cruce de planetas


Suele acontecer, que cuando me dejo llevar por la espiritualidad etílica, en lugar de dominarme la agresividad, o verme cegado por el fulgor hormonal, mi cerebro comienza a latir en slow-motion. En un compás rítmico y pausado. Y con ese tempo, a uno le da tiempo a pensar realmente, a observar en pulcro silencio (evadiendo la verborrea congénita), A VER.
Y entre la multitud, se pueden vislumbrar auténticas obras de arte de la ordenación celular. No hablo de las estatuas vivientes auto-esculpidas (o natas en el caso de las más afortunadas). Las cuales a golpe de inflado ego y maquillaje denso buscan ser la máxima representación de los estándares del día. Hablo de las bellezas más puras y sinceras, esas que con un intercambio de miradas te hacen bajar la vista avergonzado, por el atrevimiento de haber osado cruzarte en sus órbitas sociales.
El mero hecho de percibirlas con claridad te sumerge en un torbellino de emociones, que te hace ansiar acariciarles lentamente, besar cada átomo de su estructura y morderles con dulzura, a conciencia, tomándote todo el tiempo que el universo esté dispuesto a prestarte. No por un primitivo interés meramente sexual, recordatorio de nuestra misión final reproductiva. Sino como una reafirmación de la realidad, una oda a lo equilibradamente perfecto, un puñetazo en los riñones de la vileza del mundo.

¿Lo malo?

Que tan pronto como aparecen estos planetas, ya los ves desaparecer de tu sistema solar por el rabillo del ojo. No hay mucho que ofrecer que te haga querer quedarte a orbitar en el universo maldito.